LUZ DE NOCTURNO [2018]
Se disipan los sueños, amanece (2017)
100x80 cm • Acrílico sobre tela
En 2018 tuve la oportunidad de hacer una muestra en la nueva etapa del Espacio de Arte de San Cristóbal, en el Espacio Multicultural
de la Mutual del Grupo San Cristóbal.
Y tuve el privilegio de que Francisco Jarauta, catedrático de Filosofía de la Universidad de Murcia, que ha realizado estudios de Historia, Historia del Arte y Filosofía en las Universidades de Valencia, Roma, Münster-Westf, Berlín y París, que ha sido el comisario de exposiciones en Francia y España, quisiera ver mi pintura. Fue al taller y después me dijo que le gustaría ocuparse del texto de la muestra: un honor para mí.
Y me pidió que el nombre de la exposición fuera «Luz de nocturno», cosa que obviamente respeté. Escribió lo que sigue:
Luz de nocturno
Si el azul es el primer reflejo de la luz en la materia –«en el azul sagrado suenan pasos de luz», escribía Trakl–, el amarillo es el color de la tarde. Ilumina las cosas en el momento de su partida o desfallecimiento, antes del abandono de su aparente estado natural, en ese instante peligroso en el que hace enloquecer el propio límite, abandonándose en el espacio infinito e innombrable. Es él quien nos recuerda que toda cercanía es también distancia, como todo encontrarse un perderse y toda aurora un ocaso. « Ah ! le soleil se mourant a un âtre a l’horizon», que anotaba van Gogh en sus cuadernos de Arles.
A la serena ironía del azul, opondrá el rayo devorador de los amarillos de la tarde, como si antes de abandonar las cosas, quisiera incendiarlas, transformándolas en puro resplandor. Mientras, en el tiempo del ocaso, los grises retienen el espacio, demarcando confines a punto de desaparecer. Es ahí cuando las sombras dibujan una nueva presencia, inscrita en el marco nocturno en el que color y luz se
abrazan permitiendo el aparecer de escenarios nuevos. Novalis advertía de la «verdad de la noche», de ese transformarse la visión dejando que nos situáramos ante la inquietante aparición de otro mundo. Románticos y Expresionistas exploraron sabiamente ese nuevo horizonte.
Para éstos se pintaba con la luz interior y el arte iniciaba así un viaje hacia el interior. La distancia dibujaba nuevas formas y la convención clásica se mostraba ahora en fuerte dramatismo. Los Simbolistas situaron a sus fantasmas en los bosques habitados por seres misteriosos.
Norberto Moretti viaja a caballo de estas tradiciones que inspiran su estética y trabajo. Los rojos, amarillos manchados, los azules que señalan el camino de la ausencia, los verdes que articulan los paisajes un día naturales ahora fantasmáticos, son los motivos a los que regresa en esta nueva exposición. Una mirada que se extravía en la visión que su propio mundo interior crea.
Rubén Echagüe, artista plástico, escritor, crítico de arte, poeta y gestor cultural, publicó una nota sobre esa exposición en el diario
La Capital de Rosario, el 15 de julio de 2018, donde decía:
Color primordial
Una amplia franja del arte de nuestros días nos tiene acostumbrados a primores y filigranas despaciosamente elaborados, que
apuntan a capturar el interés del contemplador por su preciosismo, por su minucia…
No en vano, hace algún tiempo, el Museo Histórico Dr. Julio Marc exhibió en sus vitrinas una serie de obras contemporáneas de pequeño formato –de muy pequeño formato– que «dialogaban» con las piezas históricas del museo que más podían acordar con esa poética de lo meticuloso y lo exiguo: el retrato en miniatura, que tan apreciado fuera hasta los inicios del siglo veinte.
Tal vez sea por eso que uno no puede evitar dar un respingo cuando se topa con un discurso pictórico como el de Norberto Moretti –lo reitero: el discurso de Moretti se inscribe indubitablemente en el campo de la pintura, esa vieja dama indigna que, contrariando los muchos diagnósticos pesimistas que la dieron por muerta, se empecina en seguir viviendo–, más que nada porque, si bien sus acrílicos sobre diversos soportes no tiene dimensiones descomunales ni mucho menos, contienen una fuerza implícita y un «decir», que sin llegar a ser vociferante, no podemos dejar de experimentar y de vivenciar en nuestro interior, como inusualmente vigoroso, apasionado, enfático y estentóreo…
Para decirlo en otros términos: si las deliciosas miniaturas que mencioné al comienzo, danzan tomadas de la mano como las miniaturas musicales para clave del cortesano maestro Couperin, los cuadros de Moretti martillan en nuestra sensibilidad con la desaforada potencia de «La consagración de la primavera» (y conste que la muestra incluye dos homenajes a Igor Stravinsky en los que si uno deja volar la imaginación, y «lee» en el fluctuante libro de las nubes lo que su fantasía le dicta, hasta podría adivinar cerniéndose sobre los dos pequeños paisajes atribulados, la fantasmal presencia de «El pájaro de fuego».
Pero este enfoque tan temperamental del ejercicio pictórico revela antes que nada, y como ya ha sido observado y puesto por escrito por otros comentaristas, el inocultable «placer de pintar», y ello queda ratificado, fundamentalmente por la pulcritud del cromatismo, que nunca es restregado ni brutalmente gestual como en un Willem de Kooning, por ejemplo– sino que ocupa límites rigurosamente definidos, y que no por irregulares o caprichosos son menos precisos.
Como no podía ser de otra manera, la obra más luminosa de la muestra es la que el pintor Moretti le dedica a ese «hombre ebrio de luz» –a ciertos anacoretas que florecieron en el Egipto del siglo IV se los llamó «ebrios de Dios»– que rindió un culto casi místico a los esplendores de la naturaleza, y que se llamó Vincent van Gogh.
Aunque para el gusto del que esto escribe las pinturas más logradas, y en las que el color refulge con más deslumbrante intensidad, son aquéllas en las que el negro recorta y exalta por contraste el brillo de los tintes, como lo harían las clásicas emplomaduras en la estructura de un vitral. ¿Acaso Rouault no fue aprendiz de vidriero antes de estudiar pintura en el taller de Gustave Moreau? La utilización de este recurso se muestra particularmente eficaz en «Nocturno 1», y más aún en «Otra noche estrellada», donde la especificación en el título parece aludir a la repetición de los fenómenos naturales como a una sucesión de milagros eternamente renovados.
Pero más allá de los aciertos, en cuanto a los recursos técnicos, lo que habría que destacar en Norberto Moretti es el interés del artista en evocar –y en re-crear con las herramientas de la pintura–, un mundo primordial que no es ni hostil ni temible, a punto que su «Paisaje antediluviano» se percibe más amigable y acogedor que cualquier otro paisaje fabulado por la inventiva de sus pinceles.
El pintor trastoca el orden natural que la razón y la lógica juzgarían inamovible, haciendo que unas tremendas nubes amarillas luzcan más densas y corpóreas que el propio sembradío sobre el que flotan –no puedo dejar de recordar otras nubes extrañamente apocalípticas en las obras de Francisco García Carrera– y trastoca también los mitos icónicos en la historia del arte, pulverizando la congelada ola de Hokusai que, concebida con una paleta súbitamente aligerada y monocroma, explota y se astilla como si se tratara de un cristal apedreado («Del agua»).
Y aunque él se empeñe en convencernos de lo contrario, yo no vacilaría en afirmar que Norberto Moretti no improvisa. Su particular universo, hecho de vibrante colorido, de formas, de secuencias, de ritmos, y de imprevistos nexos compositivos, si bien remite a fuerzas desmesuradas e incontrolables, también lo hace a pautas sabiamente reguladoras y a ciclos armónicos, incansablemente reverdecidos…
Es que, a través de su audaz despliegue pictórico, Moretti pareciera querer sintonizar con ese equilibrio feroz y beatífico a la vez que subyace en el imaginario colectivo de todas las culturas del planeta, como si se tratara de un bien muy preciado, pero irremediablemente perdido, o de un estado de gracia que únicamente apelando a la magia del arte podemos confusamente vislumbrar.
de la Mutual del Grupo San Cristóbal.
Y tuve el privilegio de que Francisco Jarauta, catedrático de Filosofía de la Universidad de Murcia, que ha realizado estudios de Historia, Historia del Arte y Filosofía en las Universidades de Valencia, Roma, Münster-Westf, Berlín y París, que ha sido el comisario de exposiciones en Francia y España, quisiera ver mi pintura. Fue al taller y después me dijo que le gustaría ocuparse del texto de la muestra: un honor para mí.
Y me pidió que el nombre de la exposición fuera «Luz de nocturno», cosa que obviamente respeté. Escribió lo que sigue:
Luz de nocturno
Si el azul es el primer reflejo de la luz en la materia –«en el azul sagrado suenan pasos de luz», escribía Trakl–, el amarillo es el color de la tarde. Ilumina las cosas en el momento de su partida o desfallecimiento, antes del abandono de su aparente estado natural, en ese instante peligroso en el que hace enloquecer el propio límite, abandonándose en el espacio infinito e innombrable. Es él quien nos recuerda que toda cercanía es también distancia, como todo encontrarse un perderse y toda aurora un ocaso. « Ah ! le soleil se mourant a un âtre a l’horizon», que anotaba van Gogh en sus cuadernos de Arles.
A la serena ironía del azul, opondrá el rayo devorador de los amarillos de la tarde, como si antes de abandonar las cosas, quisiera incendiarlas, transformándolas en puro resplandor. Mientras, en el tiempo del ocaso, los grises retienen el espacio, demarcando confines a punto de desaparecer. Es ahí cuando las sombras dibujan una nueva presencia, inscrita en el marco nocturno en el que color y luz se
abrazan permitiendo el aparecer de escenarios nuevos. Novalis advertía de la «verdad de la noche», de ese transformarse la visión dejando que nos situáramos ante la inquietante aparición de otro mundo. Románticos y Expresionistas exploraron sabiamente ese nuevo horizonte.
Para éstos se pintaba con la luz interior y el arte iniciaba así un viaje hacia el interior. La distancia dibujaba nuevas formas y la convención clásica se mostraba ahora en fuerte dramatismo. Los Simbolistas situaron a sus fantasmas en los bosques habitados por seres misteriosos.
Norberto Moretti viaja a caballo de estas tradiciones que inspiran su estética y trabajo. Los rojos, amarillos manchados, los azules que señalan el camino de la ausencia, los verdes que articulan los paisajes un día naturales ahora fantasmáticos, son los motivos a los que regresa en esta nueva exposición. Una mirada que se extravía en la visión que su propio mundo interior crea.
Rubén Echagüe, artista plástico, escritor, crítico de arte, poeta y gestor cultural, publicó una nota sobre esa exposición en el diario
La Capital de Rosario, el 15 de julio de 2018, donde decía:
Color primordial
Una amplia franja del arte de nuestros días nos tiene acostumbrados a primores y filigranas despaciosamente elaborados, que
apuntan a capturar el interés del contemplador por su preciosismo, por su minucia…
No en vano, hace algún tiempo, el Museo Histórico Dr. Julio Marc exhibió en sus vitrinas una serie de obras contemporáneas de pequeño formato –de muy pequeño formato– que «dialogaban» con las piezas históricas del museo que más podían acordar con esa poética de lo meticuloso y lo exiguo: el retrato en miniatura, que tan apreciado fuera hasta los inicios del siglo veinte.
Tal vez sea por eso que uno no puede evitar dar un respingo cuando se topa con un discurso pictórico como el de Norberto Moretti –lo reitero: el discurso de Moretti se inscribe indubitablemente en el campo de la pintura, esa vieja dama indigna que, contrariando los muchos diagnósticos pesimistas que la dieron por muerta, se empecina en seguir viviendo–, más que nada porque, si bien sus acrílicos sobre diversos soportes no tiene dimensiones descomunales ni mucho menos, contienen una fuerza implícita y un «decir», que sin llegar a ser vociferante, no podemos dejar de experimentar y de vivenciar en nuestro interior, como inusualmente vigoroso, apasionado, enfático y estentóreo…
Para decirlo en otros términos: si las deliciosas miniaturas que mencioné al comienzo, danzan tomadas de la mano como las miniaturas musicales para clave del cortesano maestro Couperin, los cuadros de Moretti martillan en nuestra sensibilidad con la desaforada potencia de «La consagración de la primavera» (y conste que la muestra incluye dos homenajes a Igor Stravinsky en los que si uno deja volar la imaginación, y «lee» en el fluctuante libro de las nubes lo que su fantasía le dicta, hasta podría adivinar cerniéndose sobre los dos pequeños paisajes atribulados, la fantasmal presencia de «El pájaro de fuego».
Pero este enfoque tan temperamental del ejercicio pictórico revela antes que nada, y como ya ha sido observado y puesto por escrito por otros comentaristas, el inocultable «placer de pintar», y ello queda ratificado, fundamentalmente por la pulcritud del cromatismo, que nunca es restregado ni brutalmente gestual como en un Willem de Kooning, por ejemplo– sino que ocupa límites rigurosamente definidos, y que no por irregulares o caprichosos son menos precisos.
Como no podía ser de otra manera, la obra más luminosa de la muestra es la que el pintor Moretti le dedica a ese «hombre ebrio de luz» –a ciertos anacoretas que florecieron en el Egipto del siglo IV se los llamó «ebrios de Dios»– que rindió un culto casi místico a los esplendores de la naturaleza, y que se llamó Vincent van Gogh.
Aunque para el gusto del que esto escribe las pinturas más logradas, y en las que el color refulge con más deslumbrante intensidad, son aquéllas en las que el negro recorta y exalta por contraste el brillo de los tintes, como lo harían las clásicas emplomaduras en la estructura de un vitral. ¿Acaso Rouault no fue aprendiz de vidriero antes de estudiar pintura en el taller de Gustave Moreau? La utilización de este recurso se muestra particularmente eficaz en «Nocturno 1», y más aún en «Otra noche estrellada», donde la especificación en el título parece aludir a la repetición de los fenómenos naturales como a una sucesión de milagros eternamente renovados.
Pero más allá de los aciertos, en cuanto a los recursos técnicos, lo que habría que destacar en Norberto Moretti es el interés del artista en evocar –y en re-crear con las herramientas de la pintura–, un mundo primordial que no es ni hostil ni temible, a punto que su «Paisaje antediluviano» se percibe más amigable y acogedor que cualquier otro paisaje fabulado por la inventiva de sus pinceles.
El pintor trastoca el orden natural que la razón y la lógica juzgarían inamovible, haciendo que unas tremendas nubes amarillas luzcan más densas y corpóreas que el propio sembradío sobre el que flotan –no puedo dejar de recordar otras nubes extrañamente apocalípticas en las obras de Francisco García Carrera– y trastoca también los mitos icónicos en la historia del arte, pulverizando la congelada ola de Hokusai que, concebida con una paleta súbitamente aligerada y monocroma, explota y se astilla como si se tratara de un cristal apedreado («Del agua»).
Y aunque él se empeñe en convencernos de lo contrario, yo no vacilaría en afirmar que Norberto Moretti no improvisa. Su particular universo, hecho de vibrante colorido, de formas, de secuencias, de ritmos, y de imprevistos nexos compositivos, si bien remite a fuerzas desmesuradas e incontrolables, también lo hace a pautas sabiamente reguladoras y a ciclos armónicos, incansablemente reverdecidos…
Es que, a través de su audaz despliegue pictórico, Moretti pareciera querer sintonizar con ese equilibrio feroz y beatífico a la vez que subyace en el imaginario colectivo de todas las culturas del planeta, como si se tratara de un bien muy preciado, pero irremediablemente perdido, o de un estado de gracia que únicamente apelando a la magia del arte podemos confusamente vislumbrar.
Continúa viendo más obras de Norberto Moretti